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Argentina necesitaba una figura carismática. La gente ya no creía en los políticos. Y con razón. Después de siglos de depredación y latrocinio, la gente prefería no nacer y no engendrar esclavos. Mecanismos anticonceptivos eran solicitados y apreciados.

Sólo un paladín de la boludez podría revertir esto. Entonces, el último clon momificado de Perón sin manos, procedió a invocar a Gaturro.

Los argentinos, históricamente, amaban los furros. En toda Latinoamérica estimaban al jaguar y al puma como un símbolo guerrero y fálico. También se rendía culto a la serpiente, cuyo vientre reptante siempre remitía a lo terrenal. Y también se adoraba al cóndor, puesto que el carroñero representaba la resurrección. En Chile tenían a Condorito y a Cone, quienes comunicaban mejor estas ideas a los pequeniños.

Una vez que Gaturro apareció en bolas en el círculo con la estrella pagana, le hizo un combo en el hocico al clon canceroso y lo mató. Porque el clon le exigió devoción y una felación, y Gaturro era medio puto, no lo vamos a negar, pero le gustaban los furros gordos y los travestis, no los viejos momios todos putrefactos.

Bueno, la cuestión es que Gaturro se hizo con el trono y la gente fue a festejar a la calle, a tomar cerveza y comer choripanes. Pero Gaturro no estaba de humor y los mandó a reprimir con la policía montada y con los drones israelíes que disparaban napalm con cianuro. El último gobierno contrajo con la compra de cinco drones una deuda de mil quinientos millones de dólares. Gaturro ya tenía taquicardia. Una hora en el poder le hizo dar cuenta que el país era inviable.

E insalvable.

Gaturro quería esbirros leales. Lo más leal era un perro. Mandó al científico más destacado, al Doctor Güero, a clonar perros con la cara de su difunto amor, Ágatha. Y les hizo facefucking gaturresco. Se hizo un harén de perras de distintas razas, pero todas con la misma caripela. La de la frívola gata que siempre lo dejaba de garpe, que siempre rechazaba los embates amorosos y embestidas pélvicas del mofletudo.

Una pitbull, una rottwailer, una golden retriever y una san bernardo.

Cuando se cansaba de llenarlas de chechona y de esmegma, se dedicaba a mirar los abultados números de la deuda externa.

A veces fantaseaba en fugarse en helicóptero. Que todo se vaya a la mierda. Laissez faire. Wei Wu Wei. Él no había sumido el país en las llamas de la decadencia.

Quizá podría clonarse. Sí, clonarse. Como cancerbero. Tener tres cabezas perrunas y con ellas, olisquear tres rosquetes de Ágathas.

Incluso podría tener tres pichulas, o clonarse a sí mismo tres veces.

Al final de tanto brainstorming clonatorio, Gaturro se clavó un clonazepám.

Algo que hacían los gobiernos oligofrénicos, era sustituir estatuas despilfarrando dinero. Cambiaban la de Colón por la de Bolívar, la de Bolívar por la de Maquiavelo, la de Maquiavelo por la de Fidel Castro, la de Fidel Castro por la del Chavo del Ocho.

Gaturro no podía no subirse al tren de la pavada y mandó a fundir la estatua de bronce del Muñeco Gallardo y en su lugar puso una escultura de Milo Lockett, en resina epoxi. Vendieron el bronce a los chinos, que además compraron por poco dinero el litio de los mapuches y faenaron pingüinos en la Patagonia. Gaturro se llevó una abultada comisión por ello.

Gaturro nombró a Alberto Fernández el mejor presidente de los últimos 50 años de la Argentina del futuro y le construyó un busto gigante, lleno de dildos electrocutadores, para empalar a sus rivales que bregaban por una nueva democracia menos dictadora y autócrata.
Milei, anciano y vetusto, quiso un busto de su hermana.
Tenía varios fragmentos de su hermana en formol, debido a que se le escapó la motosierra de poder y la destruyó a la vil geronta nigromante y ex asesora presidencial.